Acecho

Lo que sale del cementerio intimida y
desconcierta a lo que sale del antro;
lo feroz tiene miedo de lo siniestro;
los lobos retroceden ante un vampiro.

VICTOR HUGO
Los Miserables


La muerte era el peor de sus miedos. Pero también el alimento que lo mantenía con vida.
El anciano intentó respirar con fuerza pero la angustia le aplastaba los pulmones y hacia que su corazón latiera con más fuerza. Resignado, desistió de seguir haciéndolo.
Era un día gris, como cualquier otro en la pobre ciudad. Antes una urbe pujante y orgullosa de su comercio y modernidad, ahora solo era el recuerdo de una gloria ya pasada al lado de un rió negro y sucio.
Sus habitantes, seres de caminar jorobado y de mirada triste, manifestaban la falta de ilusión y el mundo de depresión en el que vivían.
En este lugar de desesperanza se hallaba el hombre en cuestión, escondido entre una pared y su sombra.
Imposible de distinguir por su ropa oscura, solo el débil brillo de sus lentes lo delataban.
Seguro de su escondite, el hombre miraba con cuidado cada uno de los detalles que se desenvolvían a su alrededor.
Finalmente, tras horas de espera, su esfuerzo se vio recompensado.
Era un carruaje de madera que avanzaba sin apuro entre el agua y el barro. Se detuvo frente a una tienda que decía estar cerrada y bajaron una mujer y un niño. Después de que ambos entraron, el carruaje siguió su camino.
El anciano esperó unos minutos y, asegurándose que nadie lo veía, cruzó la calle y llegó a la entrada de la tienda. Sigilosamente, miró por la ventana.
No se veía a nadie adentro, solo las cosas que supuestamente vendían pero que nadie compraba porque nunca abrían.
Armándose de valor, el hombre entró sin hacer ruido, cerrando la puerta tras de sí.
Estaba nervioso, meses de preparación, décadas de espera, el momento de la verdad estaba solo a unos metros de distancia.
Con la mano temblorosa sacó un pequeño frasco de su saco y lo apretó con delicadeza. Debía tener cuidado o todo sería por gusto.
Caminó lentamente tratando de escuchar algo pero nada, solo su corazón.
Debían estar en otra habitación.
Llegó al otro lado del cuarto y estaba a punto de abrir la puerta cuando pensó un poco mejor las cosas.
El frasco no era arma suficiente. Necesitaba algo con lo cual se pudiera defender.
Lo guardó y miró alrededor en búsqueda de algo que le sirviera. No pasó mucho tiempo para que sus ojos se posaran en una vieja espada corta.
La tomó de su estante y con seguridad, abrió la puerta, pero solo encontró una escalera que bajaba a la oscuridad.
Cauto, bajó escalón por escalón, sudando. El aire tenía un olor a humedad muy fuerte, casi cavernoso.
-Demoníaco –murmuró para sí mismo.
Dejando que sus ojos se adaptaran a la falta de luz, descendió luego de diez minutos de paciente andar.
Una vez ahí se encontró con otra puerta y voces tras de ella.
Tomó aire y con una patada, abrió la puerta con fuerza. Entró y desenfundó la espada, gritando.
-¡Atrás miserables! ¡Malditos hijos de perra, pagarán lo que me han hecho!
Todos lo miraron con extrañeza. Era un grupo chico. La mujer y el niño que antes entraron, otro hombre más de aspecto callado y un hombre alto, vestido de negro y con el rostro cuadrado, casi inhumano.
Todos ellos tenían la piel muy blanca, como si no pasaran mucho tiempo bajo el sol.
El hombre alto dio un paso al frente. Era el líder.
-Si lo que quiere usted es dinero, lo sentimos pero somos una familia pobre y sin recursos. Si lo desea, puede llevarse lo que quiera de allá arriba, pero como habrá visto ya –y se quedó viendo la vieja espada- no hay objetos de valor que le puedan interesar, o servir.
-¡Ah! ¡El jefe! ¿Por quién me tomas? ¿Por un imbécil? Calla y haz lo que tengas que hacer pero hazlo rápido.
-Lo siento pero no lo entiendo.
-¡Claro que me entiendes, vampiro! Quítame esta maldición de encima antes que sea tarde. No deseo el regalo de la vida eterna, quiero morir como cualquier hombre y no ser un Nosferatu como ustedes cuando muera.
Un poco de espuma salía de la boca del viejo.
-Lo sentimos anciano, pero nada podemos hacer. Ahora vete y afronta tu destino, sea cual fuera. Nada más tenemos que hablar.
El viejo entró en desesperación.
-¿Sabes lo que tengo acá, infeliz? Un explosivo, un explosivo tan fuerte que de tirarlo contra los barriles que tienes tras de ti toda la casa volaría en pedazos.
-¿Nitroglicerina? ¡Vaya! ¿Cómo se la robaste al pobre Hedvig?
El viejo puso cara de consternado. ¿Cómo sabían de su crimen?
-Desgraciado, ahora lees mi mente ¡Morirás como un perro!
-Mira, si tu historia es cierta y realmente te pasará aquello que crees que pasará ¿No has pensado que destruyendo por completo tu cuerpo acabará tu maldición? ¿Por qué no mejor hacerlo solo y no involucrar a gente inocente, como nosotros?
-¡No cometeré suicidio! No quiero cambiar un infierno de vida por una muerte en el infierno.
-Viejo, te estás contradiciendo. No quieres suicidarte pero sabes que morirías junto con nosotros si arrojas ese frasco.
-Es diferente. Mi alma sufriría eternamente pero sabiendo que no me fui solo, que me lleve conmigo a varios de ustedes. Además, Dios en su eterna benevolencia, me podría absolver de tal pecado.
-Ese es un pensamiento muy egoísta –dijo la mujer.
-Llámalo como quieras, sigue siendo un pecado pues estarías asesinando inocentes –dijo el otro hombre.
-¡Basta! Me están tratando de confundir, y no lo permitiré.
Con los ojos desorbitados hizo el gesto estar dispuesto a arrojar el frasco.
-Atrás viejo, que no sabes lo que haces –vociferó el líder, con una voz que paralizó al anciano.
-O a lo que te enfrentas –murmuró la mujer, esbozando una leve sonrisa.
El anciano retrocedió.
-Mienten, todos ustedes mienten. Sé lo que son y lo que hacen, porqué están aquí y cuanto tiempo piensan quedarse. Los vengo observando durante semanas, he escuchado todo ¡Así que no lo nieguen!
El líder se mostró preocupado.
-¡Ah! ¡Me temen! –exclamó victorioso el viejo, avanzando dos pasos nuevamente.
El hombre de negro suspiró.
-En realidad, no. Nada en esta tierra me podría causar el miedo como tú lo piensas. Lo que me preocupa es tu vida. Pensaba dejarte ir pero tras confesarme lo que me has dicho no tengo otra opción que...
-¡Jamás! –interrumpió el anciano. Levantó el brazo para arrojar el frasco, pero antes de poder hacerlo, cayó al suelo fulminado como por un rayo.
Todo se quedó en silencio.
-Pobre infeliz –exclamó la mujer mientras miraba el cuerpo.
No quedaba rastro ni del brazo ni del frasco, solo el cadáver mutilado.
-¿Creen que su historia haya sido cierta? –preguntó el niño.
-Improbable ¿Cuándo se ha escuchado que los vampiros existan? Seguro el idiota sufría algún tipo de alucinación o algo como consecuencia de alguna adicción –le contestó el hombre que sólo había hablado una vez.
-Bueno. Nada más hay que hacer acá. Vamos. El cuerpo se quedará ahí. Ya suficientes problemas tenemos como para llevarlo a otro lugar. Total, nadie entrará por varios años.
Así, cada uno tomo una caja y salió. Treparon a su carroza y se marcharon, dando tumbos sobre la calle empedrada.

Con los ojos sangrientos y la noche envuelta, su cuerpo mutilado tambalea por las calles oscuras, sediento.
No sabe quién es, no sabe de donde viene. Sólo tiene el ligero recuerdo de una vida desgraciada, de tormento. Pero ya no importa, porque sabe, siente en su pecho, aquello que apaciguara su hambre.
Arrastrándose, sale en búsqueda de su presa.

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