La muerte espera

I am become Death, the destroyer of worlds.

J. ROBERT OPPENHEIMER


I.
¿Quién dice que hay que temerle a la oscuridad? Ella es parte de nosotros. Así como la luz refleja nuestro exterior, la oscuridad muestra lo que se oculta en nuestras almas, ese terreno desconocido tanto para nosotros como para los que nos rodean.
Determinados bajo los ciclos del día y la noche, nos hemos vuelto dos tercios luz, un tercio negrura. Una negrura que no comprendemos del todo porque no vivimos lo suficiente con ella. Dormimos cuando nos rodea.
¿Has estado despierto cuando no ves nada a tu alrededor? ¿Te has dado cuenta que lo que piensas rodeado de luz, ya sea natural o artificial, es diferente a cuando te hallas en un cuarto oscuro, sentado y mirando al frente? ¿Has visto alguna vez el rostro del verdadero miedo emerger de tus sueños e invadirte en la no luz?




II.
Dos. Ahora eran dos.
¿En que momento entró? No podía recordarlo. Solo sintió que alguien más estaba ahí, tan diferente a él que el miedo, una emoción casi olvidada, retornó con renovada fuerza.
No se atrevía a hablar, quizá ya ni podía. Hacía mucho que no tomaba agua. Además, de solo pensar en el esfuerzo de hablar hacia que le ardiera la garganta, como si intentase manifestar su existencia.
Mejor no hacerlo. Había aprendido a no quejarse, solo a respirar.
El extraño se movió. Quizá había extendido su pierna, pero luego de pensarlo se dio cuenta que era imposible, no había suficiente espacio.
De por sí él se encontraba arrinconado a un lado, con las rodillas dobladas hacia su mentón y con los brazos caídos.
¿Estaría ahí por lo mismo? Quizá era un desertor, o peor aun, un espía. Eso era lo más probable.
Al no poder sacarle la información que necesitaban, que mejor forma de hacerlo que con un supuesto amigo. Pero él sabía que los amigos no existían. Él estaba ahí porque alguien le dijo que lo era.
Sonrió para sí mismo. Aquellos recuerdos de un pasado que ya parecía tan lejano, tan distinto al submundo en el que ahora se encontraba. Un reflejo del purgatorio por el que los condenados pasaban antes de ser bienvenidos por el maligno.
Ya no le causaban pena sino gracia.
Gracia porque la peste y la inmundicia que lo rodeaba le hacia ver lo peor del ser humano, su lado oculto. Ese en el cual uno no es del todo testigo porque no esta consciente, solo dormido.
¿Seguiría la guerra? Quizá ya no. Según recordaba las cosas no estaban bien allá afuera. Para nadie.
La comida y las municiones escaseaban mientras que la atención médica era nula, no por falta de médicos, sino por falta de remedios.
El fanatismo religioso, el nacionalismo y la xenofobia eran una constante en la historia del hombre donde, no importase en las condiciones en las que se peleara, había que hacerlo hasta el fin.
Y si aún seguía ¿Quién estaba ganando? ¿Su facción, algún aliado o algún enemigo? Pero el recuerdo de la traición reflotó del subconsciente, olvidando, temporalmente, los eventos del exterior.
¿Qué importancia podía tener para él lo que afuera pasaba? Ya se había hecho la idea de que estaba muerto, incluso afuera lo debían estar considerando como una baja en combate.
Ahora solo le quedaba esperar la muerte con su túnica negra y mano extendida tocándole la frente, como si le otorgara una gracia, y quizás así sería.
Ya no quería salir. Su inmovilidad lo había vuelto insensible. Por otro lado ya estaba cansado de pensar, la prisión era ahora su cuerpo y no la celda de hierro que lo rodeaba.
Suspiró mientras abría y cerraba los ojos. Esa era la única forma de saber si estaba vivo. Había llegado a la conclusión que el sentir el movimiento de sus partes era signo que su vida terrenal no había acabado, que llegado el momento otras serían las sensaciones.
Claro, siempre quedaba la duda de si existía vida después de la muerte. Si era así ya nada podía hacer, solo lo sabría una vez muerto.
Los días de encierro lo habían obligado a dejar aflorar su verdadero yo, el que se hallaba oculto tras el antifaz de la conciencia.
Ahora él era su subconsciente y no el resultado de sus temores. Por primera vez en su vida sentía el control que siempre quiso tener sobre sí, pero eso no le quitaba el miedo.
Quizá había un nivel de autoconocimiento más profundo, uno al que nadie podía llegar por más que...
Alguien caminaba afuera.
Podía sentir los pasos, es más, sabia que era el mismo guardia. Siempre hacia lo mismo. Gritaba unas palabras en una lengua que él ya no entendía pero que una vez habló.
¿Qué decía?
Lo más probable era que fuesen amenazas de muerte si no confesaba, pero eso era algo que ya no le interesaba.
Si había guerra, hambre o plaga, todos eran desastres indiferentes para él. Le daban risa porque sabía cual era la fuente de todo ello: el miedo en el alma de los hombres.
Y aunque el hombre lo aducía a causas supuestamente lógicas, apoyadas en eventos, circunstancias o derechos, no había que pensar mucho para saber que en realidad, era el miedo.
Era una verdad evidente pero no lo supo hasta que lo metieron a la celda.
Esa era la verdad de la existencia, el axioma de la razón humana y la fuente de sus hazañas.
Porque la verdad final era única. Era la que unificaba a todas las demás en una sola. Tan compleja y ajena a la humanidad que esta era incapaz de entenderla.
Corren para encontrarla, corren sin detenerse, mirando siempre hacia delante, buscándola.
¿Y si llegan al límite? ¿Qué hacen cuando no hay más camino que seguir? ¿Que pasa cuando no hay caminos alternos, cuando toda la verdad que son capaces de alcanzar se acaba y llegan a un abismo oscuro y sin fin?
¿Saltar al vacío, quedarse parados, retroceder, construir un puente?
Todas preguntas sin respuesta, excepto para ellos. Ellos ya estaban ahí y saben la verdad sobre la verdad; que ahí, todo acaba.
Acaba con el abismo al frente sin más que buscar. Sólo frustración y dejar que el miedo los consuma.
¿Para qué buscar tanto? Algunos no se rinden, ven al abismo como un reto. Siguen corriendo y saltan para caer en el vacío, gritando.
Otros se dan cuenta demasiado tarde, sólo para aferrarse al borde y terminar cayendo sin remedio alguno.
Pero ni los unos ni los otros serán los últimos, vendrán mas y creerán haber sido los primeros.
No se encuentran en extremos opuestos. Para los humanos solo hay un lado. Pero se hallan lejos. Como el abismo, el borde es infinito.
Cada uno llega por su propio camino, tan diferentes el uno del otro, que pareciera increíble que hayan concluido lo mismo y se hayan dejado sucumbir.
Solo quedaba rendirse ¿Para qué más?
Si seguir adelante no era una opción y retroceder era imposible ¿Por qué no mejor sentarse al borde y mirar como caen?
Mirar al frente, a la oscuridad, la misma que ahora lo rodea.
¿Cuanto tiempo había pasado? ¿Estaba dormido o despierto?
No lo sabía. El tiempo perdía sentido conforme pasaban los días.
¿Seguía el intruso a su costado? Si. Aunque la oscuridad no lo dejaba ver, sentía su mirada.
Finalmente, no hay nada, solo la paz y la esperada gracia.


III.
Rápida y fugaz, la muerte quitó la poca vida que había y salió no sin antes mirar atrás al cuerpo de carne y sangre.
No le hizo sufrir, hasta le dio pena y lo acompañó en sus últimos momentos, escuchando lo que pensaba y sintiendo sus emociones.
Pero no había tiempo, nunca lo hubo y tenía más trabajo que hacer.
La brisa y el calor llegaron, arrasando con todo. La muerte, feliz, bailaba alrededor, alimentándose de los vivos.
No quedo nada. Sólo un gran desierto y una pequeña celda de concreto, donde la sombra de un cuerpo se extendía desde la pared hasta el suelo.

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