La Luz y la Lluvia

“Sólo hay un bien: el conocimiento.
Sólo hay un mal: la ignorancia.”

SÓCRATES


I.
Debo aclarar que todo lo concerniente a mi nacimiento es información de segunda fuente, ya que es obvio que siendo un crío sin conciencia no es posible que recuerde los eventos inmediatos a mi nacimiento.
Mi fuente son los registros de mi padre, y hasta donde he podido corroborar, no exageró en los detalles.
Claro, quizá el día era más caluroso y había menos viento, o quizá las ropas de mis padres eran distintas, pero son detalles superfluos.
El hecho central es que “vi” la luz en pleno cami-no entre nuestra granja y la ciudad de Bal. Mi padre y la arena fueron toda la ayuda que recibió mi madre.
Nunca volvió a levantarse. Con la guerra y la sequía, su embarazo había sido difícil. Casi todo lo que producíamos era confiscado por el Sacerdocio. Era poco el alimento que podía llevarse a la boca.
Así, estaba mi madre echada en la arena, con las piernas abiertas y llenas de sangre, mientras que mi padre sostenía al hijo que le había costado lo que más apreciaba en su vida, su mujer.
Mi padre, destrozado por el dolor y el sufrimiento, no sabia que hacer. Se encontraba en la mitad de la nada, con una esposa muerta, un hijo que no cesaba de llorar y dos de sus perros guardianes.
Ambos animales, Xago y Efa, conscientes del drama que se desarrollaba, se encontraban echados, esperando alguna orden.
Quizá fue el llanto el que saco a mi padre de su trance puesto que me colocó en la arena y se alejó un poco, aun arrodillado.
¿Tenía sentido seguir viviendo?
Yo y mi padre éramos lo único que quedaba de lo que antes había sido una poderosa familia en la provincia. Yo era el último de un linaje que se prolongaba por cientos de años, quizá mucho antes del éxodo a Bal, pero nada eso pensaba mi padre. Quería acabar con todo, y ya.
Según el, estaba cansado de luchar contra fuerzas a las que no les podía ganar.
Loco por el dolor y la pena, sacó el cuchillo de su cinto y empuñándolo hacia abajo, me cogió del cuello. Iba a degollarme para después suicidarse cuando sintió, lo que él llamo, “el frió más espantoso de mi vida“.
Un comentario curioso considerando que se encontraba en pleno desierto.
Se detuvo. Su hijo, su único hijo. Tenia la frente y los ojos de su esposa. Ella vivia en mi. Solto el cuchillo (el cual no volvió a recoger) ahí) y me abrazó contra su pecho, llorando por largo rato.
Minutos después llegaron los carroñeros. Las ganas de vivir regresaron a mi padre a la vez que un tropel de pensamientos se le vinieron a la cabeza.
De todos ellos, el que más le sonaba era el peligro en el que se encontraban.
Según el Sacerdocio, todo recién nacido que perdía a su madre antes de llegar a la adultez, era porque estaba predestinado a servir la más grande de las verdades, y por lo tanto, su deber debía ser el de propagar la palabra y la verdad de las Escrituras.
En otras palabras, sería convertido en un Sacerdote, enemigos de todo lo que mi familia representaba. Y si mi padre no me entregaba por voluntad propia sabía que el castigo era la pena de muerte, para ambos.
Complicado. Aunque no era un Huta, pues se había casado con mi madre que sí lo era, se sentía como uno. No podía traicionar todo por lo que mis antepasados habían luchado y creído por tanto tiempo. Además, ellos fueron los que lo salvaron de niño y le dieron una nueva vida.
-Tú, Dante, hijo mío, no caerás en las manos de esos miserables –dijo en voz alta, desafiante.
Sin embargo, los carroñeros, atraídos por la sangre y el olor a muerte, se fueron acercando. La sequía los había hecho agresivos.
Eso no era bueno. Si había una patrulla en las cercanías, verían las aves dando círculos en el cielo justo encima del camino, señal que algo había pasado.
Tras evaluar la situación, decidió que limpiar la sangre sería inútil. Mejor trabajo harían los hambrientos carroñeros. Su prioridad era poner a salvo a su hijo y el cuerpo de su esposa.
¿Pero como evitar que el cadáver fuese atacado mientras lo llevaba?
Arriesgándose a que fuese visto, tomó su arma, le colocó el silenciador y disparó a dos aves que volaban relativamente cerca. Ambas cayeron muertas.
Sabía que era arriesgado. Nadie cazaba a los carroñeros pues su carne y su sabor era totalmente desagradable, olían a muerto. La única razón por la cual les disparaba era para ganar tiempo.
Efectivamente, casi una docena de sus compañeros emplumados se abalanzaron sobre los desprotegidos cuerpos, devorándolos y bebiendo de su sangre con una rapidez escalofriante.
Los perros, al ver tal espectáculo, se colocaron delante de nosotros gruñendo y resguardándonos de cualquier posible ataque.
Mi padre sabía que tendría unos minutos antes que se abalanzaran sobre nosotros.
Así, con prisa y gran congoja, tuvo que cargar el cuerpo de su esposa mientras que, con el brazo que le quedaba libre, sostenía mi frágil ser.
Mi padre ni se inmutaba, todo le daba vueltas y sólo era capaz de pensar en las consecuencias que podrían traer sus actos. Él era un hombre ordenado, y se dio cuenta que lo más importante era enterrar el cuerpo de mi madre, y mientras más rápido mejor, no pasaría mucho para que las aves de rapiña terminaran su festín.
Ya había avanzado un centenar de metros cuando se detuvo y miró hacia atrás, asustado, pues se dio cuenta que su mujer muerta debía estar dejando un largo rastro de sangre.
Sin embargo, y con macabro alivio, pudo ver que las aves comían con saciedad la arena bañada en el líquido rojo.
Al ver esta situación, mi padre disparó a las dos más grandes que vio, repitiéndose el espectáculo anterior.
Matarlas de dos en dos era un arma de doble filo. Llegaría el momento en que tanto olor a sangre volvería locas a las aves y se irían encima de todos nosotros, incluidos los perros.
Tras repetir esa operación dos veces, se encontraba apenas a unas decenas de metros de terreno seguro cuando escucho un gemido.
Volteó y pudo ver que las aves, como si supiesen que sus presas se les escapaban, se habían abalanzado sobre nosotros, pero habían sido contenidas por Xago y Efa.
Los perros, aunque rodeados por casi dos docenas, se batían con bravura. Bien hubiesen podido huir, pero lo hacían para que nosotros pudiésemos llegar a salvo a la granja.
Mi padre pensó por un momento ayudar a los dos canes pero vio que la lucha estaba casi perdida. Efa estaba mortalmente herida.
Con lágrimas de impotencia apresuró el paso y tras algunos minutos llegamos a las montañas. Cruzamos la entrada por la que se ingresaba al valle cuando se escuchó un ruido atrás. Varios de los chupasangres, no contentos con el banquete que se habían dado con ambos perros, querían alimentarse de nosotros.
Necesitaba ayuda y rápido. Sacó su silbato y comenzó a soplar. Poniéndonos a buen recaudo detrás del arco de ingreso, disparaba a cuanto cazador se acercase, pero la velocidad de las aves y el cansancio evitaban que les diese a todas.
Acababa de matar a un intruso que se había abalanzado sobre nosotros cuando vio que detrás de las rocas varias decenas de aves se acercaban.
Sabiendo que de su puntería dependía el que sobreviviéramos, comenzó a disparar más tranquilo, esperando que los cadáveres atrajeran a sus compañeras, dándole tiempo de matarlas o espantarlas.
El espectáculo era macabro.
Ya no eran aves solamente, sino carroñeros terrestres, que al igual que sus pares aéreos, se convertían en depredadores cuando faltaba alimento.
Al ver que había creado cierto grado de distracción, cogió de nuevo mi cuerpo y el de mi madre y su camino. Lamentablemente el movimiento atrajo a varios hambrientos, tanto de tierra como de aire.
Éramos presa fácil, un cadáver, un hombre agotado por el dolor y el cansancio y un crío indefenso.
Mi progenitor estaba casi resignado a dejar atrás el cadáver de mi madre para ganar unos minutos más cuando escucho ruido detrás de la colina. Eran los perros guardianes de la granja.
A diferencia de los que se usaban para ir a Bal, es-tos animales eran más bravos, grandes y peligrosos.
Cualesquiera que haya sido el espectáculo que ocurrió, mi padre no se quedó a verlo. Sólo vio el casi ciento de animales que se iban a enfrentar, unos frenéticos por la presencia de sangre, los otros por la invasión de su territorio.
A sus oídos, y mientras regresaba a casa tambaleando, llegaron los gritos, aullidos y gemidos de lo que ocurría. Era como una batalla entre dos fuerzas de la naturaleza. Una salvaje y neutral, que necesitaba sobrevivir a cualquier costo y sin importar a quien se atacaba. La otra era una naturaleza artificial, domesticada por seres inteligentes a cambio de la abundancia y el cuidado que les podían brindar.
Lo bueno, pensó, sería que no habría que alimentar a los perros por un tiempo. Fue recién al día siguiente que se dio cuenta que de los casi cuarenta perros de la granja, solo quedaban quince. Lo que pasó detrás de él fue un baño de sangre.
Dejó el cuerpo en la entrada para luego limpiarme y colocarme en la cuna que me tenían hecha desde hacía varios meses.
Ignorando mi llanto, salió de la habitación para terminar el trabajo. Cogió su pala, cargó con el cuerpo de su esposa y se dirigió al campo, lejos de casa.
Dice mi padre que a pesar de lo que ocurría, él no se percató de nada hasta que se dio cuenta que el agua no le dejaría terminar la fosa.
¡Agua! Su mente se atolondraba al darse cuenta que en algún momento, mientras caminaba, la lluvia había comenzado. Y qué lluvia. Litros y litros de agua corrían por los estrechos y secos surcos de tierra, sedientos por meses de falta del liquido elemento.
Quiso llamar a los criados pero recordó que ninguno se hallaba en la granja. Estaban realizando trabajos para el Sacerdocio.
Al darse cuenta de su situación, y de que los criados no llegarían hasta el día siguiente, dejó la pala al lado del cuerpo y salió corriendo a abrir el reservorio, ya casi seco después de tanto tiempo sin llenarlo.
Rayos cubrían el cielo en un juego de luz y sonido, pero nada de eso lo atemorizaba, solo tenía una cosa en su mente y era acumular agua.
Una vez que se cercioró de que todo trabajaba a la perfección, salió corriendo para sacar al cuerpo de la lluvia.
Estaba a solo unos pocos metros del cadáver cuando una fuerza sobrehumana lo empujó varios metros hacia atrás.
Cayó al suelo, inconsciente.


II.
Era una gran sala iluminada y estaba toda su familia. Había cumplido 15 años y ya podía ser considerado un adulto, con las responsabilidades propias de su edad.
Entró a la habitación siendo un niño pero saldría como hombre, destinado a mantener la herencia de sus padres adoptivos.
Su padre se acercó y le relató la historia de los Huta.
-Nuestra alma navega en la misma contraluz de nuestros ancestros. Ni siquiera ahora, en que nuestra nueva frontera no está compuesta por tierras lejanas, mares desconocidos o demonios de leyenda, sino por las estrellas mismas, podemos decir que tenemos las respuestas a nuestras dudas. Dime hijo mío ¿por qué después de miles de años de evolución seguimos siendo tan salvajes y violentos? ¿Acaso no se ha derramado ya suficiente sangre? ¿Acaso no han llorado suficientes mujeres por sus maridos o hijos muertos en batalla? ¿Por qué seguimos ese afán de destrucción sin límite, siempre acechando en busca de un nuevo enemigo o una nueva arma, más fuerte, más poderosa, más destructiva? ¿Podemos culpar a la naturaleza de esto?
-No –respondió él con firmeza.
-Así es. Seriamos unos traidores si pensáramos eso, puesto que se nos ha dado lo chispa divina del pensamiento así como la capacidad de razonar. Por fin, después de mucho tiempo, podemos fijar los limites de lo que está bien y lo que está mal, y ser capaces de vivir libremente sin la preocupación de si tendremos resguardo y alimento seguro, o que un enemigo oculto nos mate en la tranquilidad de la noche para acallar el hambre. Mira como la luz ilumina el oscuro camino de la ignorancia, la indómita fe que recorre el difícil camino de nuestros sentimientos. Pero, ¿Quién manda, nuestra razón o nuestras emocio-nes?
-Ambas
-Así es. Amamos y pensamos con el corazón y con la mente. Los dos son uno y no pueden ser separados. Allá en lo alto mientras veo el pasar del tiempo, se vislumbra lo que el futuro nos depara. Es la música de nuestro destino. Ahora hijo mío, asciende el escalón y conviértete en un adulto, responsable de sus acciones y de sus deberes con su pasado, su presente y su futu-ro.
Ascendió el escalón y volteó a mirar a su familia. Todos aplaudían, su madre estaba orgullosa de él.
Llegar a la adultez no era fácil. Alguno de sus primos adoptivos habían fallado y estaban destinados a labores menores en la granja. ¿Estarían celosos de el, un extraño? Sentía pena por ellos, recordaba a su primo que no pudo con la presión y huyó hacia el desierto donde desapareció. Nunca encontraron su cuerpo.
Cerró los ojos y respiró. Por fin, después de tanto tiempo, podría entrar a la cueva donde se guardaban tantos secretos y compartir con todos los adultos el tesoro de su familia.
Era el mejor regalo de cumpleaños que le habían dado en toda su vida.


III.
Estaba en su habitación, echado. Al fondo, escuchaba voces.
Su cama.
No pudo evitar el llanto cuando recordó que su esposa se hallaba muerta. Alguien lo consolaba pero no entendía lo que decía.
Olvidándose del llanto y la pena, se inclino sobre su adolorido brazo para ver mejor quién era.
Un sacerdote.
Quería correr para protegerme, pero se sentía débil y sin fuerzas para hablar, sólo era capaz de hacer unos cuantos ruidos intangibles.
Eran cinco en total, tres de ellos sacerdotes y los otros dos sus peones.
Por varios minutos trató de discernir lo que decían pero no logró hacerlo. Finalmente, un rostro familiar se acercó a él. Era Enimio, el administrador de la granja.
-Señor, ¿puede hablar?
-Barabohmspot.
-Señor, ¿entiende lo que estoy diciendo?
Asintió.
Enimio salió de la habitación y regresó con otra persona. Mientras se acercaba, decía:
-Su Excelencia, mi Señor ya recobró el sentido pero es incapaz de hablar.
-Esta bien hijo mío, agradezco tus esfuerzos –contestó la voz, una voz que él había escuchado antes.
-Mi buen amigo –le dijo el sacerdote en voz falsa- ¿Sabes donde estás?
“Cantos”, pensó.
Volvio a asentir.
El sacerdote levantó la mirada y miró alrededor del cuarto con mirada inquisitoria. Después lo miró a los ojos y le preguntó.
-¿Tu familia?
Quería ahorcarlo pero no podía. Su cuerpo era incapaz de responderle. ¿Qué le había pasado?. Sólo pudo moverse un poco y hacer algunos ruidos con la boca. Después de mucho esfuerzo desistió y se quedo sollozando.
-Entonces creo que sabes que Nidia falleció como consecuencia del rayo.
No lo decía con pena. Cantos estaba disfrutando el momento.
Quería saber qué había pasado con su hijo pero por más que balbuceaba no podía hacerlo.
-Tu hijo, en cambio, está seguro y en nuestras manos.
Se quedó inmóvil, sentía que con fuerza sobrehumana se iba a levantar de su postración y arrancarle los pulmones al sacerdote.
Pero no pudo, se sintió más débil que nunca, ni siquiera podía mover los brazos. Estaba inmóvil de tantas emociones, sentía que solo era un espectador de esa escena, no un participante.
-Según entiendo lo iban a inscribir como Dante Huta. Es un buen nombre y lo hemos aprobado así que no habrá necesidad de cambiarlo.
Lo que venia no lo quería escuchar.
-Como sabes, mi buen amigo, el niño estará ahora bajo el cuidado del Sacerdocio. Será criado y educado bajo la sabiduría de Escrituras. Quien sabe, quizá, algún día, llegue a ser un sacerdote.
“Miserable”, pensó.
-En cuanto a la granja, es obvio que no estás en capacidad de poder administrarla, por lo que pasará también a nuestras manos. Será administrada para el bien de la comunidad.
Enimio, que se había mantenido a un lado tratando de controlar sus emociones no pudo más y dio un paso hacia la cama de su amo listo a decir algo. Pero la presencia del sacerdote era mas fuerte
-¿Algún problema, Enimio?
-No, su Excelencia. Es solo que esta granja ha sido propiedad de la familia Huta por más de seiscientos años. Es el derecho de su hijo ser el heredero de estas tierras.
-Cierto, cierto, pero Dante es ahora uno de nosotros. Cuando él sea el único descendiente de su linaje, todas estas tierras pasaran a ser parte del patrimonio eclesiástico. Mientras tanto, solo serviremos de ayuda a la familia Huta en vista de esta particular situación.
-¿Quién administrará la granja?
-Tú, mi buen Enimio. Solo tú conoces estas tierras mejor que nadie.
Enimio sonrió con satisfacción y regresó a su rincón creyendo que tenía la guerra ganada.
Él sabía la verdad, iban a usarlo un tiempo y luego lo relegarían a un lugar apartado. El Sacerdocio era consciente que a Enimio sólo le quedaba unos años de vida. Lo obligarían a que instruya a los peones que ellos pondrían y después lo desecharían aduciendo que el antiguo administrador no era apto para la posición.
O un día desaparecería de manera misteriosa y no volvería a ser visto.
-He de irme amigos míos, otros asuntos exigen mi presencia. Pero no teman, dejo al hermano Aladen a cargo y cualquier consulta o inconveniente que tengan, se la podrán decir a él. Yo vendré de vez en cuando para ver como se encuentra la situación acá. Ahora si me disculpan.
Todos excepto Enimio se retiraron de la habitación..
-Su esposa ha sido enterrada en el cementerio familiar, mi Señor. En cuanto a la lluvia, todos los reservorios se encuentran llenos de agua y listos para ser usados en esta nueva cosecha.
Él asintió.
-Señor, ¿qué paso con los perros? Apenas si hemos encontrado dos docenas de ellos vivos y mal heridos, el resto no están.
El enfermo hizo un gesto que su administrador en-tendía a la perfección. No debía hacer mas preguntas sobre ese asunto. Vivir al margen de la religión en esa tierra apartada le había enseñado a su familia muchas cosas, como los lenguajes secretos del cuerpo.
Respiró hondamente dando a entender que se quería quedar solo. Mientras Enimio salía por la puerta se quedó mirando el horizonte por la ventana.
Nidia estaba muerta y su único hijo se hallaba en manos de lo que más odiaba, y aunque un sentimiento de derrota lo invadía sabia que no seria su última lucha.
De alguna forma tenía que recuperarse, aunque pa-sara semanas, meses en ese estado, se levantaría y rescataría a su hijo.
No, lo pensó mejor y se dio cuenta de lo insensato de su plan. El niño era un bebe incapaz de ser corrompido por esos bárbaros y salvajes. Primero se recuperaría y poco a poco convocaría ese poder que se encontraba escondido debajo de las tierras de la familia Huta.
Después de casi un milenio, la magia y la luz volverían a ver el sol.

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