Cádiz

Cuentan que todas las mañanas va,
A conversar con un viejo árbol gris,
A él le habla de su gran soledad.

LA OREJA DE VAN GOGH
Dile Al Sol


El soldado caminaba a paso lento por la llanura. El único sonido era el de sus botas arrastrándose por la arena y el tintineo de su espada golpeando su armadura.
Al ver el horizonte siente que falta una eternidad para llegar a su destino; la familia que dejó atrás para salir en búsqueda de la justicia divina.
¡Que inocente había sido
Las horas pasaban y aun no distinguía ciudad alguna. Solo la distorsión del sol sobre el suelo seco, creando espejismos de mares inexistentes.
Ante el recuerdo del océano, suspiró por el pasado. Recuerdos que habían quedado enterrados en el olvido.
¡Ah! Las cosas que había tenido que ver. Que duro había sido aprender la verdad para darse cuenta de lo que realmente valía en la vida. ¿Por qué nadie se lo dijo antes? ¿Por qué le mintieron desde niño?
Era como haber crecido en un sueño y madurado en una pesadilla.
¿Y si se quedaba viendo el cielo, saldría un Dios a darle explicaciones? ¿Tendría la cara para explicarle porque tanta desgracia, crueldad y odio, y si tenían sentido que lo hicieran en su nombre?
No. Aunque existiera, no saldría.
Suspiró.
No podía detenerse. Tenía que seguir. El premio que lo esperaba era mas glorioso que cualquier Cáliz Sagrado o Arca de la Alianza.
Quizá era blasfemo por pensar eso, pero solo para los hombres. A Dios no le interesaban los objetos materiales, sólo eran manifestaciones físicas del pasado.
Apoyó su mano sobre el mango de la espada y recordó que se encontraba manchada por la sangre de sus enemigos y algunos otros que fueron sus amigos.
“¿Qué habrá sido de mi vieja espada”, pensó. Aquella con la que partió de casa. ¿Quién la tendría ahora?
Que orgulloso se sintió cuando se la colgó por primera vez, listo a salir en su gran aventura a las tierras lejanas del sur. Pero, ¿sirvió de algo usarla? ¿Llego a cambiar el mundo? Le dijeron que iba a luchar contra el mal, combatir a los infieles y llevar la verdad del Señor a todos esos bárbaros que vivían en el pecado.
Mentira.
¿Quiénes eran los que hacían creer ese tipo de cosas? ¿Acaso no sabían que era una falacia? Y si era así, ¿por qué seguían con ese circulo vicioso lleno de falsedades? ¡Incluso le dijeron que vería al demonio cara a cara!
Jamás lo vio. Pero si vio mujeres y niños degollados solo por ser de otro pueblo, de otra raza.
¿Cómo el hombre puede actuar con tanta crueldad con seres como él? Y lo que era peor aun, ¿cómo podían vivir con esa culpa?
Ellos eran los verdaderos demonios.
El recuerdo de aquella mujer regresó. La pobre madre huía de sus captores, tratando de salvar a su hijo pequeño.
Detrás, cuatro de los verdaderos demonios; supuestos hijos de Dios, soldados sagrados de la Iglesia.
A punta de hacha y espada, masacraron a la mujer y a su hijo. Se reían cada vez que eran salpicados con la sangre de los dos inocentes.
Trató de detenerlos gritándoles para que paren, pero no lo logró. Ya era muy tarde.
Enfurecido, corrió al mas cercano y lo empujó para que caiga sobre el que tenía al lado. Volteó, clavó su daga sobre el pecho de otro y se enfrentó al único que quedaba parado.
Segundos después, los cuatro demonios se hallaban muertos.
Pensó que era un caso aislado, pero con los años se encontró con que era normal, hasta mandatario que se actuara así. Era una guerra santa, todo valía mientras fuese en nombre de Dios.
¿Se merecía haber vivido ese tormento? Si Dios era el que trazaba el destino de cada ser, ¿por qué lo había hecho pasar tantas penurias?
No, no podía echarle la culpa a Dios. É solo colocaba el escenario y las reglas. Sino, ¿qué sentido tendrían el infierno y el cielo si los hombres no tuvieron la capacidad de elegir? ¿No sería más justo decir que fue culpa suya? Al final de cuentas fue su decisión.
Pero, ¿y la edad? Cómo saber lo que uno debe hacer o no cuando se es joven? Para eso está la familia, pero, ¿por qué dejaron que se fuera con la Orden? ¿No sabían por lo que tendría que pasar?
Tanto su padre como su tío estuvieron en la toma de Cádiz. El primero como mercante, el segundo como soldado. ¿Acaso no vieron lo sangrienta que es la guerra?
¡Si hubo que repoblar la ciudad! En aquella época era un niño, pero podía recordar lo vacía que se encon-traba después que entraron.
Lo único que abundaba era el polvo y los soldados. Y a pesar que ya habían enterrado a todos, aun se podía sentir el olor a muerte.
Fue ahí cuando encontró a Adre. Salía de un escondrijo, lamiéndose los pies en busca de comida.
¿Seguiría vivo? Poco probable, ya debería haber muerto. Si no de edad, quizá de pena por el amo que nunca regresó.
Por lo menos él si estuvo cerca de Beatriz. ¡Ah! Como lo envidiaba. Hubiese dado cualquier cosa por estar a su lado.
Se sentía cansado. No quería pensar en ella nuevamente. Siempre era lo mismo, los mismos recuerdos y la misma pena. No tenia sentido que se pasara la vida atormentándose de esa manera. Quería acabar ese camino infernal, llegar a Cádiz y terminar con todo ese tormento.
-¡Quiero llegar hoy! –gritó.
Y no haber salido nunca de su hogar. Todo porque a su Rey se le ocurrió ayudar a Luis IX.
Miserable. Usaba su arte y cultura para esconder sus delirios de grandeza. Sólo era un hombre torpe e incapaz como líder. Por su culpa no volvió a ver a su amada Beatriz.
La extrañaba tanto.
-¡Te maldigo Alfonso! ¡Te dicen sabio pero no eres más que un viejo ignorante¡ Te maldigo con estas palabras y que la carne de tu carne se vuelva contra ti, que te odie y blasfeme como nos hiciste blasfemar a nosotros.
No podía seguir gritando. Estaba cansado y hambriento. Sonriendo, pensó lo agradable que seria sumergirse en el agua fría de un rió.
¿Lo seguiría amando? ¿Lo habrá esperado después de tantos años o ya estaría casada? ¿Cuánto tiempo desde la ultima vez que la vio?
Ya ni sabía cuantos años habían pasado, si eran seis u ocho. Ni siquiera sabía su edad. Solo era capaz de reconocer las arrugas en su rostro.
¿Lo reconocería su familia? ¿Y ella? Como quería ver nuevamente esa mirada andaluza.
Quería correr, volar sobre esa tierra árida y abandonada. Poder extender sus brazos y alzarse hasta las nubes, volando como un ave y recorrer grandes distancias en solo unos minutos.
Sobrevolar la Cádiz de la cual se había enamorado de niño. Descender sobre el patio de la casa, sorpren-derla cosiendo y que ella lo llene de abrazos y besos.
El sol comenzaba caía a lo lejos para dar paso a la noche. Unas horas mas y llegarían el frió y las estrellas.
Como le gustaba verlas. De chico no las aprecio tanto como lo hacia ahora. Lo que mas le disfrutaba era cuando una dejaba su lugar y surcaba el cielo. Por algún motivo sentía que lo acompañaban.
Si fuese capaz de volar, ¿las alcanzaría?
Caminó unos pasos mas pero se sentía muy cansado. Tras otra noche en la intemperie, se despertó temprano.
“Sigo vivo”, pensó.
Tomó un frugal desayuno y reemprendió su camino. Quizá hoy si llegaría a su destino.

En el camino que va del Puerto de Barbate a la bahía de Cádiz, yace el mango de una vieja espada de un guerrero de antaño.
No se le ve de noche porque duerme, y de día apenas si se nota su sombra, pero si el viajero se detiene y escucha con cuidado, podrá oír entre el viento que corre un ruido extraño pero familiar: el de un soldado que, cansado, regresa a casa.

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